Las luciérnagas eléctricas
giraban alrededor de la cabeza de mamá iluminándole el camino. En el umbral de
su alcoba mamá se detuvo y se volvió hacia mí. Yo atravesaba el pasilIo
silencioso.
-Me ayudarás, ¿no es
cierto? No quiero que se vaya otra vez.
-Haré lo posible -le dije.
-Por favor. -Las
luciérnagas lanzaban unas móviles lucecitas sobre el rostro pálido-. No puede
volver a irse.
-Bueno -dije, deteniéndome
un momento-. Pero todo será inútil.
Mamá se fue y las
luciérnagas volaron detrás, recorriendo sus circuitos eléctricos, como una
constelación errante, enseñándole el camino entre las sombras. Aún oí que
decía, débilmente:
-Hay que intentarlo.
Otras luciérnagas me
siguieron a mi cuarto. Cuando el peso de mi cuerpo cortó el circuito en el
interior de la cama, las luciérnagas se apagaron. Era medianoche, y mamá y yo
esperamos en nuestros cuartos, en nuestras camas, separados por la oscuridad.
La cama me acunó, cantando suavemente. Toqué una llave. El canto y el balanceo
cesaron. Yo no quería dormirme. No, de ningún modo.
Esa noche no era distinta
de otras muchas noches. Nos despertábamos y sentíamos que el aire fresco se
calentaba, sentíamos el fuego en el viento, o veíamos que las paredes se
encendían unos segundos, con un brillante color, y sabíamos entonces que su
cohete pasaba sobre la casa... Su cohete, y los robles se balanceaban a su
paso. Yo seguía acostado con los ojos abiertos, y el corazón palpitante; y mamá
seguía en su alcoba. Su voz llegaba hasta mí a través de la radio.
-¿Sentiste?
Y yo le respondía:
-Sí, era él.
Era la nave de papá, que
pasaba sobre el pueblo, un pueblo pequeño adonde nunca venían los cohetes del
espacio. Mamá y yo nos quedábamos despiertos las próximas dos horas pensando:
"Ahora papa aterriza en Springfield; ahora camina por la pista; ahora
firma los papeles; ahora sube al helicóptero; ahora pasa sobre el río; ahora
sobre las colinas; ahora el helicóptero desciende en el aeropuerto de Green
Village, aquí..." Y había pasado la mitad de la noche, y mamá y yo, desde
nuestras frescas camas, escuchábamos, escuchábamos. "Ahora camina por la
calle Bell, siempre camina. . . nunca toma un coche . . . Ahora cruza el
parque, ahora dobla en la esquina de Oakhurst y ahora..."
Me incorporé en la cama.
Allá abajo, en la calle, cada vez más cerca, vivos, rápidos, decididos... unos
pasos. Ahora ante nuestra casa; en los escalones del porche. Y los dos, mamá y
yo, sonreímos en la oscuridad al oir la puerta de entrada, que se abre al
reconocerlo, y lo saluda, y se cierra, allá abajo...
Tres horas más tarde hice
girar suavemente el pestillo del dormitorio de mis padres, reteniendo el
aliento, en medio de una oscuridad tan inmensa como el espacio que separa los
planetas, con la mano extendida hacia esa valijita negra abandonada a los pies
de la cama. La tomé y corrí a mi cuarto, pensando: "No quiere hablarme de
eso. No quiere que yo sepa."
Y de la valija salió el
uniforme oscuro, como una nebulosa oscura, con algunas estrellas brillantes,
aquí y allá, desparramadas sobre la tela. Apreté el traje negro entre las manos
febriles y respiré el olor del planeta Marte, un olor de hierro, y del planeta
Venus, un olor de hiedra verde, y del planeta Mercurio, un aroma dc azufre y
fuego. Y pude sentir el olor de la Iuna blanca como la leche y la dureza de las
estrellas. Metí el uniforme en una máquina centrífuga que había construido ese
año en mi taller del colegio y la hice girar.
Pronto un polvo fino se
precipitó en la retorta. Puse el polvo bajo la lente de un microscopio, y
mientras mis padres dormían confiadamente, y mientras la casa dormitaba con
todos sus hornos, sus servidores y robots automáticos sumergidos en una modorra
eléctrica, yo examiné atentamente las motas brillantes del polvo de los
meteoros, de la cola de los cometas y del lejano planeta Júpiter. Y esas partículas
de polvo eran como mundos que me atraían a través del microscopio, a través de
un billón de kilómetros, con terroríficas aceleraciones.
Al alba, agotado por mi
viaje, y con miedo de que me descubrieran, llevé el empaquetado uniforme al
dormitorio de mis padres.
En seguida me dormí. Sólo
me desperté una vez al oir la bocina del camión del tintorero que se detenía en
el patio del fondo. Por suerte no esperé, me dije a mí mismo, pues dentro de
una hora devolverían el uniforme limpio de mundos y travesías.
Me dormí otra vez, con el
frasquito de polvo mágico en un bolsillo del pijama, sobre el corazón
palpitante.
Cuando bajé las escaleras,
allí estaba papá, ante la mesa del desayuno, mordiendo su tostada.
-¿Has dormido bien, Doug?
-me preguntó, como si no se hubiese movido, como si no hubiese estado afuera
tres meses.
-Muy bien -le contesté.
-¿Unas tostadas?
Apretó un botón y la mesa
del desayuno me preparó cuatro doradas rodajas de pan.
Recuerdo a mi padre aquella
tarde. Cavaba y cavaba en el jardín como un animal que busca algo. Allí estaba,
moviendo con rapidez los brazos largos y morenos, plantando arando, cortando,
podando, con el rostro siempre inclinado hacia la tierra, con los ojos puestos
constantemente en su trabajo, sin alzarlos nunca hacia el cielo, sin mirarme,
sin mirar ni siquiera a mamá, salvo cuando nos arrodillábamos a su lado y
sentíamos que la tierra pasaba a través de nuestras ropas y nos humedecía las
rodillas, y metíamos las manos entre los terrones oscuros, y no mirábamos el
cielo brillante y furioso. Entonces papá lanzaba una mirada, a la derecha o a
la izquierda, hacia mamá o hacia mí, y nos guiñaba el ojo alegremente, y seguía
inclinado, con el rostro bajo, con los ojos del cielo clavados en su espalda.
Aquella noche nos sentamos
en la hamaca mecánica del porche. Y la hamaca nos acunó, y levantó una brisa
hacia nosotros, y cantó para nosotros. Era una noche de verano, y había claro
de luna, y bebíamos limonada, y nuestras manos apretaban los vasos fríos, y
papá leía los estereoperiódicos colocados en ese sombrero especial que uno se
pone en la cabeza, y que cuando uno parpadea tres veces, vuclve las páginas
microscópicas ante los lentes de aumento. Papá fumó algunos cigarrillos y me
habló de cuando era nino, en 1997. Y después de un rato, me dijo, como en
tantas otras noches:
-¿Por qué no juegas, Doug?
No dije nada, pero mamá
respondió:
-Juega otras noches, cuando
no estás aquí.
Papá me miró, y luego, por
primera vez en aquel día, alzó los ojos al cielo. Cuando papá miraba las
estrellas, mamá lo observaba atentamente. El primer día, y la primera
noche, después de alguno de sus viajes, papá no miraba mucho el cielo. Lo veo
aún en el jardín, trabajando furiosamente, con el rostro pegado a la tierra.
Pero la segunda noche papá miraba las estrellas un poco más. A mamá no le
importaba mucho el cielo de día, pero de noche hubiese querido apagar todas las
estrellas. A veces yo casi podía ver que mamá buscaba un interruptor eléctrico
en el interior de su mente, pero nunca lo encontraba. Y a la tercera noche,
papá se quedaba ahí, en el porche, hasta que todos estábamos ya listos para
acostarnos, y entonces yo oía la voz de mamá que lo llamaba, casi igual que a
mí, cuando yo estaba en la calle. Y luego yo oía a papá que aseguraba el ojo eléctrico
de la cerradura con un suspiro. Y a la mañana siguiente, a la hora del
desayuno, mientras papá extendía la manteca sobre su tostada, yo bajaba los
ojos y veía la valija negra a sus pies. Mamá se levantaba tarde.
-Bueno, hasta pronto, Doug
-me decía papá, y nos dábamos la mano.
-¿Tres meses?
-Eso es.
Y papá se alejaba por la
calle, sin tomar un helicóptero, o un ómnibus, llevando debajo del brazo el
uniforme escondido en la valija. No quería parecer orgulloso exhibiéndose como
un hombre del espacio.
Mamá bajaba a desayunar,
sólo una tostada seca, una hora más tarde.
Pero ahora era de noche, la
primera noche, la mejor, y papá no miraba mucho las estrellas.
-Vamos a la feria de la
televisión -dije.
-Bueno -dijo papá.
Mamá me sonrió.
Y volamos a la ciudad en un
helicóptero y le mostramos a papá mil espect culos, para que no alzara la
cabeza, para que nos mirara, y no mirara nada más. Y mientras nos reíamos con
las cosas graciosas y nos poníamos serios con las cosas serias, yo pensaba: "Mi
padre va a Saturno y a Neptuno y a Plutón, pero nunca me trae regalos. Otros
chicos con padres que también viajan en cohetes reciben minerales negros de
Calisto, y fragmentos de meteoros oscuros, y arena azul. Pero yo tuve que
reunir mi colección cambiando cosas con los otros chicos." Yo tenía mi
cuarto lleno de piedras de Marte y arenas de Mercurio, pero papá nunca me
hablaba de eso. Una vez, recuerdo, papá le trajo algo a mamá. Plantaron en el
jardín los girasoles marcianos, pero cuando papá llevaba un mes afuera, y los
girasoles empezaban a crecer, mamá salió y los arrancó de raíz.
Sin pensarlo, mientras
mirábamos una de las pantallas tridimensionales, le hice a papá la pregunta de
siempre:
-¿Cómo es estar en el
espacio?
Mamá me miró con ojos
asustados. Pero ya era tarde.
Papá se quedó callado medio
minuto, tratando de encontrar una respuesta. Al fin se encogió de hombros.
-Lo mejor de lo mejor -me
dijo, y añadió mirándome con aprensión-: Oh, no es nada, realmente. Rutina. No
te gustaría.
-Pero siempre vuelves.
-Costumbre.
-¿Cuándo volverás a salir?
--Aún no lo he decidido. Lo
pensar‚.
Siempre lo pensaba. En
aquellos días no abundaban los pilotos de cohetes y papá podía elegir el
trabajo, podía trabajar en cualquier momento. Cuando llevaba tres noches en
casa, papá buscaba y elegía entre varias estrellas.
-Vamos -dijo mamá-.
Volvamos a casa.
Llegamos temprano. Quise
que papá se pusiese el uniforme. No debí pedírselo -mamá se entristecía-, pero
no pude dominarme. Insistí varias veces, aunque papá siempre se negaba. Nunca
lo había visto vestido de uniforme. Al fin papá dijo:
-Oh, bueno.
Esperamos en el vestíbulo
mientras papá subía en el tubo neumático. Mamá me miró con ojos extraviados,
como si no pudiese creer que yo fuese su propio hijo. Aparté la vista.
-Lo siento -dije.
-No estás ayudándome -me
dijo mamá-. Nada.
Un instante después se
sintió el silbido del tubo neumático.
-Aquí estoy -dijo papá,
serenamente.
Lo miramos. Se había puesto
el uniforme.
El traje era negro, y
lustroso, con botones de plata, y botas de guarniciones de plata. Parecía como
si los brazos, las piernas y el cuerpo hubiesen sido arrancados de alguna
nebulosa oscura. Unas débiles estrellitas brillaban apenas a través de la
nebulosa. El traje ceñía el cuerpo como un guante que ciñe una mano larga y
fina, y tenía un olor a aire frío, metal y espacio. Tenía el olor del fuego y
el tiempo.
Papá nos sonreía torpemente
desde el centro de la habitación.
-Date vuelta -dijo mamá.
Los ojos de mamá miraban a
papá como desde muy leios.
Cuando papá salía de viaje,
mamá no hablaba de él. Sólo hablaba del tiempo, o de que tenía que lavarme la
cara, o de que no podía dormir. Una vez me dijo que la luz era muy fuerte de
noche.
-Pero no hay luna esta
semana -le dije.
-Entra la luz de las estrellas.
Salí y compré unas
persianas más verdes y más oscuras. Esa noche, mientras estaba acostado, oí
cómo mamá las bajaba. Las persianas susurraron largamente.
Una vez quise cortar el
césped.
-No -dijo mamá desde el
umbral-. Guarda esa máquina.
El pasto creció libremente
durante casi tres meses. Papá lo cortó cuando vino a casa.
Mamá no quería que yo
arreglase la mesa que preparaba el desayuno, o la máquina lectora. No me dejaba
tocar nada, lo guardaba todo como para las navidades. Y luego venía papá y
martillaba y remendaba, sonriendo, y mamá sonreía, feliz, a su lado.
No, nunca hablaba de papá
mientras él estaba ausente. En cuanto a papá, nunca trataba de llamarnos a
través de ese billón de kilometros. Una vez nos dijo:
-Si os llamase, querría veros.
No podría vivir tranquilo.
Y otra vez papá me dijo:
-Tu madre me trata a veces
como si yo no estuviese aquí, como si yo fuese invisible.
Yo ya lo sabía. Mamá miraba
más allá de papá, por encima de su cabeza. Le miraba las mejillas, o las manos;
pero nunca los ojos. Cuando lo hacía, los ojos de mamá se cubrían con una tenue
película, como un animal que va a dormirse. Mamá decía que sí en los momentos
oportunos, y sonreía, pero siempre un poco tarde.
-No estoy para ella -decia
papá.
Pero otros días mamá estaba
allí y papá estaba para mamá, y se tomaban de la mano, y paseaban alrededor de
la manzana, o salían en automóvil, y los cabellos de mamá flotaban en el aire
como los de una chica, y mamá apagaba todos los aparatos de la casa y cocinaba
para papá pasteles y tortas increíbles, y lo miraba fijamente con una sonrisa
que era de veras una sonrisa. Pero al terminar esos días en que papá parecía
estar allí para mamá, mamá siempre lloraba. Y papá, de pie, impotente, miraba a
su alrededor como buscando una respuesta, pero no la encontraba nunca.
Papá giró lentamente, con
su uniforme, para que pudiésemos verlo.
-Date vuelta otra vez -dijo
mamá.
A la mañana siguiente papá
entró en casa corriendo con un puñado de billetes. Billetes rosados para
California, billetes azules para México.
-¡Vamos! -nos dijo-.
Compraremos esas ropas baratas y una vez usadas las quemaremos. Miren,
tomaremos el cohete del mediodía para Los Angeles, el helicóptero de las dos
para Santa Bárbara, y el aeroplano de las nueve para Ensenada, ¡y pasaremos
allí la noche!
Y fuimos a California, y
paseamos a lo largo de la costa del Pacífico un día y medio, y nos instalamos
al fin en las arenas de Malibu para comer crustáceo de noche. Papá se pasaba el
tiempo escuchando o canturreando u observando todas las cosas, atándose a ellas
como si el mundo fuese una máquina centrífuga que pudiera arrojarlo, en
cualquier momento, muy lejos de nosotros.
La última tarde en Malibu,
mamá estaba arriba en el hotel y papá estaba a mi lado acostado en la arena,
bajo la cálida luz del sol.
-Ah -suspiró papá-. Así es.
-Tenía los ojos cerrados. Estaba de espaldas, absorbiendo el sol-. Allá
falta esto -añadió.
Quería decir "en el
cohete", naturalmente. Pero nunca
decía "el cohete", ni nunca mencionaba esas
cosas que no había en un
cohete. En un cohete no había viento de mar, ni cielo azul, ni sol amarillo, ni
la comida de mamá. En un cohete uno no puede hablar con su muchacho de catorce
años.
-Bueno, oigamos esa
historia -me dijo al fin.
Y yo supe que ahora íbamos
a hablar, como otras veces, durante tres horas. Durante toda la tarde íbamos a
conversar, bajo el sol perezoso, de mi colegio, mis clases, la altura de mis
saltos, mis habilidades de nadador.
Papá asentía de cuando en
cuando con un movimiento de cabeza, y sonreía y me golpeaba el pecho,
aprobándome. Hablábamos. No
hablábamos de los cohetes y el espacio, pero hablábamos de México, a donde
habíamos ido una vez en un viejo automóvil, y de las mariposas que habíamos
cazado en los húmedos bosques del verde y cálido México, un mediodía. Nuestro
radiador había aspirado un centenar de mariposas, y allí habían muerto,
agitando las alas, rojas y azules, estremeciéndose, hermosas y tristes.
Hablábamos de esas cosas, pero no de lo que yo quería. Y papá me escuchaba. Sí,
me escuchaba, como si quisiera llenarse con todos los sonidos. Escuchaba el
viento, y el romper de las olas, y mi voz, con una atención apasionada y
constante, una concentración que excluía, casi, los cuerpos, y recogía sólo los
sonidos. Cerraba los ojos para escuchar. Recuerdo cómo escuchaba el ruido de la
cortadora de césped, mientras hacía a mano ese trabajo, en vez de usar el
aparato de control remoto, y cómo aspiraba el olor del césped recién cortado
mientras las hierbas saltaban ante él, y detrás de la máquina, como una fuente
verde.
-Doug -me dijo a eso de las
cinco de la tarde, mientras recogíamos las toallas y echábamos a caminar por la
playa, hacia el hotel, cerca del agua-. Quiero que me prometas algo.
-¿Qué, papá?
-Nunca seas un hombre del
espacio.
Me detuve.
-Lo digo de veras -me
dijo-. Porque cuando estás allá deseas estar aquí, y cuando estás aquí deseas
estar allá. No te metas en
eso. No dejes que eso te domine.
-Pero . . .
-No sabes cómo es. Cuando
estoy allá afuera pienso: "Si vuelvo a Tierra me quedaré allí. No volveré
a salir. Nunca." Pero salgo otra vez, y creo que nunca dejaré de hacerlo.
-He pensado mucho tiempo en
ser un hombre del espacio -le dije.
Papá no me oyó.
-He tratado de quedarme. El
sábado pasado, cuando llegué a casa, comencé a tratar de quedarme, con todas
mis fuerzas.
Recordé su figura sudorosa
en el jardín, y cómo había trabajado, y cómo había escuchado, y supe que hab;a
hecho todo eso para convencerse a sí mismo de que sólo el mar y los pueblos y
el paisaje y la familia eran las únicas cosas reales, las cosas buenas..Pero
supe también qué haría papá esa noche: miraría las joyas de Orión desde el
porche de casa.
-Prométeme que no serás
como yo -me diio.
Titube‚.
-Muy bien -le dije.
Papá me tomó la mano.
-Eres un buen muchacho.
La cena fue magnífica esa
noche. Mamá había corrido por la cocina con puñados de canela, y harinas y
cacerolas y ruidosas sartenes, y ahora un pavo enorme humeaba en la mesa, con
salsas, arvejas y pasteles de calabaza.
-¿En pleno agosto? -dijo
papá, asombrado.
-No estarás aquí en
navidad.
-No, no estaré.
Papá se inclinó sobre la
comida, aspirando su aroma. Levantó las tapas de todos los recipientes y dejó
que el vapor le bañara la cara tostada por el sol.
-Ah -exclamó ante cada uno
de los platos. Miró la habitación. Se miró las manos. Observó los cuadros en
las paredes, las sillas, la mesa. Me miró a mí. Miró a mamá. Se aclaró la
garganta. Vi que iba a decidirse.
-¿Lily? -dijo.
-¿Sí ?
Mamá lo miró a través de su
mesa, esa mesa que había preparado como una maravillosa trampa de plata, como
un sorprendente pozo de salsas, donde, como una antigua bestia salvaje que cae
en un lago de alquitrán, caería al fin su marido. Y all; se quedaría, retenido
en una cárcel de huesos de ave, salvado para siempre. Los ojos de mamá
centelleaban.
-Lily -dijo papá.
Vamos, pensé yo ávidamente.
Dilo, rápido. Di que vas a quedarte, para siempre, y que ya no te irás
nunca. ¡Dilo!
En ese momento el paso de
un helicóptero estremeció la habitacion y los ventanales se sacudieron con un
sonido cristalino. Papa volvió los ojos.
Allí estaban las estrellas
azules de la tarde, y el rojo planeta Marte que se elevaba por el este.
Papá miró el planeta Marte
durante todo un minuto. Luego, como un ciego, extendió la mano hacia mí.
-Pásame las arvejas -me
dijo.
-Perdón -dijo mamá-. Voy a
buscar un poco de pan.
Corrió a la cocina.
-Pero si hay pan aquí, en
la mesa -exclamé.
Papá no me miró y empezó a
comer.
No pude dormir aquella
noche. A la una de la mañana bajé al vestíbulo. La luz de la luna era como una
escarcha en los techos, y la hierba cubierta de rocío brillaba como un campo de
nieve. Me quedé en el umbral, vestido sólo con mi pijama, acariciado por el
cálido viento de la noche. Y vi entonces a papá sentado en la hamaca mecánica,
que se balanceaba suavemente. Su perfil apuntaba al cielo. Miraba las estrellas
que giraban en la noche, y los ojos, como cristales grises, reflejaban la luna.
Salí y me senté con él.
Nos hamacamos un rato. Y al
fin le pregunté:
-¿De cuántos modos se puede
morir en el espacio?
-De un millón de modos.
-Dime algunos.
-Los meteoritos. El aire se
escapa del cohete. Un cometa que te arrastra. Un golpe. La falta de oxígeno.
Una explosión. La fuerza centrífuga. La aceleración. El calor, el frío, el Sol,
la Luna, las estrellas, los planetas, los asteroides, los planetoides, las
radiaciones.
-¿Y dónde te entierran?
-No te encuentran nunca.
-¿A dónde vas entonces?
-Muy lejos. A un billón de
kilómetros de distancia. Tumbas errantes. Así las llaman. Te conviertes en un
meteoro o en un planetoide, y viajas para siempre a través del espacio.
No dije nada.
-Hay algo rápido en el
espacio -dijo papá-. La muerte. Llega pronto. No se la espera. Casi nunca te
das cuenta. Estás muerto, y
eso es todo.
Subimos a acostarnos.
Era la mañana.
De pie en el umbral, papá
escuchaba al canario amarillo que cantaba en su jaula de oro.
-Bueno. Lo he decidido -me
dijo-. La próxlma vez que venga a casa, ser para quedarme.
-¡Papá! -exclamé.
-Díselo a tu madre cuando
despierte -me dijo papá.
-¿Lo dices de veras?
Papá asintió muy serio.
-Hasta dentro de tres
meses.
Y allá se fue, calle abajo,
con su uniforme escondido en la valija, silbando y mirando los árboles altos y
verdes, y arrancando las moras al pasar rápidamente al lado de los cercos, y
arrojándolas ante él mientras se alejaba entre las sombras brillantes de la
mañana...
Cuando habían pasado
algunas horas desde la partida de papá, le hice a mamá varias preguntas.
-Papá dice que a veces
parece que no lo oyeras o que no pudieses verlo.
Y entonces mamá,
serenamente, me lo explicó todo.
-Cuando empezó a viajar por
el espacio, hace ya diez años, me dije a mí misma: "Está muerto. O lo
mismo que muerto." Así
que pensé en tu padre como si estuviese muerto. Y cuando tu padre regresa, tres
o cuatro veces al año, no es él realmente, sólo es un sueño, un recuerdo
agradable. Y si el sueño se interrumpe o el recuerdo se borra, ya no puede
dolerme mucho. Así que casi siempre me lo imagino muerto...
-Pero otras veces...
-Otras veces no puedo
impedirlo. Preparo pasteles, y lo trato como si estuviese vivo; pero sufro
mucho entonces. No, es mejor pensar que no ha vuelto desde hace diez años, y
que ya nunca 'o veré. Así duele menos.
-¿Pero no dijo que iba a
quedarse la próxima vez?
-No. Está muerto. Estoy
segura.
-Pero volverá vivo.
-Hace diez años -dijo
mamá-, pensé: ¿Y si se mnriese en Venus? No podríamos ver Venus otra vez.
¿Y si muriese en Marte? No
podríamos ver Marte, tan rojo en el cielo, sin sentir deseos de meternos en
casa y cerrar la puerta. ¿Y si muriese en Júpiter, Saturno o Neptuno? En las
noches en que esos planetas brillan en lo alto del cielo no querríamos mirar
las estrellas.
-Creo que no -le dije.
El mensaje llegó al día
siguiente.
El mensajero me lo dio, y
yo lo leí, de pie, en el porche. El sol se ponía. Mamá me miraba fijamente
desde el otro lado de los vidrios. Doblé el mensaje y me lo guarde.
-Mamá -dije.
-No me digas nada que yo ya
no sepa -me dijo mamá.
Mamá no lloró.
Bueno, no fue Marte, ni
Venus, ni Júpiter ni Saturno. Cuando Marte o Saturno se levantasen en el
cielo de la tarde no
tendríamos que pensar en papá.
Se trataba de algo
distinto.
La nave había caído en el
Sol.
Y el Sol era enorme, y
ardiente, e implacable. Y estaba siempre en el cielo. Y uno no podía alejarse
del Sol.
Así que durante mucho
tiempo, después de la muerte de papá, mamá durmió de día y dejó de salir.
Desayun bamos a medianoche y almorzábamos a las tres de la mañana y
cenábamos bajo la luz fría y pálida de las primeras horas del alba. Ibamos a
los espectáculos nocturnos y nos acostábamos al amanecer.
Y durante mucho tiempo
salimos a pasear sólo en los días de lluvia, cuando no había sol.
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